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El empeño es el motor que necesitas para conseguir lo que anhelas y también así ocurrió en el caso de Héctor René Lavandera. Igual que se nos haría impensable imaginar un gran bailarín cojo, pensar en la posibilidad de que un mago manco pueda triunfar nos sugiere un pronunciado arqueo de cejas.
Esta es la historia de un niño que se fascinó la primera vez que vio la actuación en directo de un mago. Era un mago de los de antes, de los de siempre, en este caso el prestidigitador se llamaba Chang, era chino y vestía un kimono con unos dragones de seda bordados.
Chang es un maestro haciendo que las cosas aparezcan y desaparezcan. Cuando sale del café Avenida, aquel invierno de 1935 en Buenos Aires, René, con siete años, ya sabía lo que quería ser de mayor, aunque el destino le deparó unas cuantas sorpresas y muchas dificultades por el camino.
Como el sonido de aquel frenazo, dos años después, al cruzar una carretera. Un auto le acaba de destrozar el brazo derecho al diestro René. Una operación de urgencia para quedarse con parte del brazo y sin su mano derecha, esa que ya utilizaba para sus primeros trucos, aquellos en los que la moneda, el pañuelo o las cartas desaparecían o aparecían alineadas a conveniencia, como aquella tarde en la que Chang le abrió los ojos y ya nunca más pudo cerrarlos.
Pasaron unos cuantos años antes de que apareciera por su casa de Tandil un libro de magia. El tratado de ‘Cartomagia’ de Joan Bernat y Esteban Fábregas: “El mundo maravilloso de los naipes, el tratado completo de manipulación de cartas y composición, con ellas, de juego de manos, al alcance de todos”.
Ese libro con el lomo azul y unas elegantes letras en relieve de color plata, fue su principal dedicación durante años. Llegó a saberse de memoria cada uno de los trucos que repetía frente a un espejo y su principal obsesión se centraba en mejorar la agilidad de su mano izquierda.
Con 18 años entró a trabajar en un banco. Era 1955, su padre acababa de morir de un cáncer y su madre estaba endeudada. En el Banco Nación de Tandil, donde se había instalado con su familia en 1943, René es capaz de contar con una mano los fajos de billetes y de escribir tan rápido como sus compañeros a máquina, aunque sólo pudiera hacerlo con la mano izquierda.
En sus ratos libres, seguía sorprendiendo a sus compañeros con los trucos de cartas. Hasta que aparece la primera oportunidad y su talento es conocido más allá del ámbito familiar, de sus amigos o de sus compañeros del banco. En 1960 cuando gana un concurso nacional de ilusionismo, debuta en Buenos Aires y ya todo va deprisa, deprisa.
Cambia de aspecto y hasta de apellido. Ahora será René Lavand, en los sesenta lo francés era sinónimo de ‘chic’, y él interpreta su papel con un frac, un bigotillo fino y la manga derecha de su americana aparcada en el bolsillo.
En 1961 se presenta en Estados Unidos y a partir de entonces triunfa en todo el mundo. Lavand ya se ha convertido en una leyenda en el mundo de la magia, dispone de la mejor técnica, obligada por aquel accidente, y siempre se ha distinguido por ofrecer trucos de magia de proximidad, aquella que realiza frente a ti, sobre el tapete verde y con una frase que lo ha hecho famoso: “No se puede hacer más lento”. ¿O sí?