Estaban acostumbrados a hacer su propia vida. Por aquel entonces, los roles estaban muy marcados, demasiado. Ellos eran los encargados de trabajar, mejor si podía ser en un par de sitios, y de traer el dinero a casa. Su contacto con la familia se circunscribía a unas pocas horas al día y de la educación de los hijos, de la logística doméstica y de los problemas cotidianos, se encargaban ellas.
Así era por entonces. En realidad, ellas, cuando se casaban, dejaban su puesto de trabajo -fuera bueno o peor- para dedicarse en cuerpo y alma a la familia y a la casa. Hasta que ellos se jubilaron y se encontraron que solo sabían hacer una cosa en su vida: trabajar; que no tenían hábitos creados, ni herramientas emocionales, que no sabían ni donde había que ir a comprar el pan o la fruta, y que seguían dependiendo de ellas.
El drama, que cada vez es más habitual, llega cuando a ellas se les apaga la luz; han perdido su mirada, confunden la realidad con la ficción, creen que viven con sus padres, no con sus maridos; y mantienen frescos los recuerdos remotos, pero no saben lo que acaban de desayunar.
Será el momento en el que ellos buscarán apoyo, familiar o externo, se comunicarán más de lo que lo han hecho el resto de su vida con su familia y esperarán apurar un día para empezar el siguiente mientras pasean cogidos del brazo, algo que han descubierto justo cuando acaban de superar los ochenta años.
La foto es de Jack Finningan, via Unplash