Hoy se ha ido otro, cada vez quedan menos. Ángeles sin alas y con corazones enormes, personas que pueden parecer invisibles, pero que cuando desaparecen dejan un vacío que nunca volverás a llenar. La suya es otra historia de lucha diaria, de buscarse la vida a miles de kilómetros de donde nació, una historia de caerse y de volver a levantarse, una y otra vez. De recuperarse de un golpe duro y encajar otro aun mayor. Así fue desde que la conocí y de eso hace más de cincuenta años.
Era nuestro ángel de la guarda, pasaba inadvertida, pero los detalles le delataban. Nos cuidaba como si fuéramos su familia, porque aunque no tuviéramos la misma sangre, todos sabemos que lo importante es compartir el corazón y la piel, esa piel trabajada durante años, en días de sol a sol.
Ella, que para nosotros siempre será la señora Lola, también nos ha dejado a nosotros huérfanos y sin palabras. Mi último momento con ella fue una breve conversación en el nuevo comedor de casa. Ya no se encontraba bien y estaba sentada en el borde del sofá. Su mirada se perdía por el ventanal del jardín, seguramente pensando en que el otoño es la estación que menos le gustaba. Demasiadas hojas por recoger para alguien tan perfeccionista.
La vida nos regaló conocerla, nos enseñó qué es la humildad y por qué las cosas siempre hay que hacerlas bien. La echaremos de menos cada día de nuestras vida, porque en casa crecimos con ella. Ella adoraba a nuestras hijas y nosotros a ella.
Ahora solo nos queda recordarla y pensar en el terrible momento que debe estar pasando su familia. El único consuelo que nos queda es su último regalo: Montse.
La ilustración es de Yuval Robichek