Idealizas momentos y lugares, personas y situaciones, pero con el paso del tiempo, los momentos y los lugares, las personas y también las situaciones se convierten en recuerdos irrepetibles que la mayoría de veces se derrumban cuando la realidad se empecina en demostrarnos que todo no era más que fruto de la nostalgia, de la necesidad de volver atrás en el tiempo y de reencontrarnos con nuestro yo del pasado, en algún lugar en la que nos habíamos sentido bien.
A quien ha estado ausente durante décadas de un lugar que amaba, los sabios le aconsejan, por lo general, no regresar jamás.
La historia nos ofrece ejemplos aleccionadores: tras recorrer los mares y superar toda clase de terribles peligros durante décadas, Ulises regresó por fin a Ítaca, pero tuvo que volver a marcharse al cabo de pocos años. Robinson Crusoe, que había conseguido regresar a Inglaterra tras años de aislamiento, poco después se embarcó hacia la misma isla de la que con tanto fervor había rezado para que lo rescataran.
¿Por qué, tras soñar tantos años con la vuelta al hogar, esos viajeros lo abandonan de nuevo al poco tiempo de su regreso? Es difícil de explicar. Tal vez, para quienes regresan tras una larga ausencia, la combinación de profundos sentimientos con la influencia despiadada del tiempo solo puede generar desilusión. El paisaje ya no es tan bonito como recordaban. La sidra local ya no es tan dulce. Los edificios pintorescos están tan restaurados que es imposible reconocerlos, y las viejas tradiciones han caído en desuso y han dado paso a nuevas y desconcertantes distracciones. Y aunque uno antaño creía residir en el mismísimo centro de ese pequeño universo, resulta que apenas lo reconocen, si es que lo reconocen. Por eso los sabios aconsejan mantenerse bien lejos del antiguo hogar. Pero ningún consejo, por muy bien cimentado que esté en la historia, sirve para todos…
A quien ha estado ausente durante décadas de un lugar que amaba, los sabios le aconsejan, por lo general, no regresar jamás.
La historia nos ofrece ejemplos aleccionadores: tras recorrer los mares y superar toda clase de terribles peligros durante décadas, Ulises regresó por fin a Ítaca, pero tuvo que volver a marcharse al cabo de pocos años. Robinson Crusoe, que había conseguido regresar a Inglaterra tras años de aislamiento, poco después se embarcó hacia la misma isla de la que con tanto fervor había rezado para que lo rescataran.
¿Por qué, tras soñar tantos años con la vuelta al hogar, esos viajeros lo abandonan de nuevo al poco tiempo de su regreso? Es difícil de explicar. Tal vez, para quienes regresan tras una larga ausencia, la combinación de profundos sentimientos con la influencia despiadada del tiempo solo puede generar desilusión. El paisaje ya no es tan bonito como recordaban. La sidra local ya no es tan dulce. Los edificios pintorescos están tan restaurados que es imposible reconocerlos, y las viejas tradiciones han caído en desuso y han dado paso a nuevas y desconcertantes distracciones. Y aunque uno antaño creía residir en el mismísimo centro de ese pequeño universo, resulta que apenas lo reconocen, si es que lo reconocen. Por eso los sabios aconsejan mantenerse bien lejos del antiguo hogar. Pero ningún consejo, por muy bien cimentado que esté en la historia, sirve para todos…
Todo esto viene a raíz de una reflexión final del último libro leído: “Un caballero en Moscú”, escrita por Amor Towles, que es la historia del Hotel Metropol y también de los ilustres huéspedes que alojó, entre ellos el conde Aleksandar Ilich Rostov, que es el protagonista de la historia.
Condenado a muerte por los bolcheviques en 1922, le conmutaron la pena por un inaudito arresto domiciliario: pasar el resto de su vida en el hotel Metropol, en otra época epicentro de la alta sociedad rusa, ejemplo del lujo y la decadencia que el nuevo régimen se había propuesto erradicar.