Después de mucho tiempo ausente de mis sueños, volvió a aparecer, fue un bonito reencuentro. Estaba igual, los ojos claros, el pelo canoso, su pose divertida y aquel purito holandés en la boca, inconfundible.
Nada había cambiado. La calidez en su abrazo, el beso de bienvenida, ese brillo en la mirada y la sonrisa que lo iluminaba todo. Pero esta vez había una diferencia. Cada vez que lo miraba, sabía que sería una de las últimas veces que nos íbamos a ver, que su final estaba próximo, no sabía cuándo y tampoco se lo podía decir, porque desconocía el momento y si lo hubiera hecho, tampoco habría servido de nada.
No sé cómo interpretar ese momento. Puede ser un reencuentro entre amigos, podría ser una respuesta a la necesidad vital de estar de nuevo a su lado y de compartir la vida, muchos buenos momentos desde el primero hasta el último en el que la vida, la suya, se nos escapó entre los dedos.
También podría ser esa necesidad de apego a todos aquellos que te hacen sentir bien, de agarrarte a la vida cuando ves que algo no funciona y de no comprender nada.
“Después no es que la vida vaya como tú te la imaginas. Sigue su camino. Y tú el tuyo. Y no son el mismo camino. Es así… No es que yo quisiera ser feliz, eso no. Quería… salvarme, eso es, salvarme. Pero comprendí tarde por qué lado había que ir: por el lado de los deseos. Uno espera que sean otras cosas las que salven a la gente: el deber, la honestidad, ser buenos, ser justos. No, los deseos son los que nos salvan. Son lo único verdadero. Si estás con ellos, te salvarás. Pero lo comprendí demasiado tarde. Si a la vida le das tiempo, muestra extraños recovecos, inexorables: y adviertes que, llegado ese momento, no puedes desear nada sin hacerte daño”.
El texto es de Alessandro Baricco (Oceano Mar). Desde hace tiempo he descubierto que tengo una extraña conexión con él, sobre su pasado y mi futuro. No sé qué pensar.
Foto de Katarzyna Grabowska en Unsplash