Era humilde, era modesto y mi cabeza está repleta ahora mismo de maravillosos recuerdos. De cuando me enseñó a jugar a ajedrez y ese mismo día descubrí el mate pastor; de ese amor incondicional al Barça, de cómo te lo daba todo, lo poco que tenía o de cómo fue capaz de construir con sus nietas una complicidad que duró hasta el último momento y que fue lo que le sirvió de motivación hasta el final.
Se ha ido prácticamente como ha vivido, sin ruido; generando simpatías desde la humildad, una cualidad que he intentado aprender de él, aunque no siempre lo he conseguido.
Nunca nadie le regaló nada (podéis leer su historia aquí). Empezó a trabajar con 15 años, compaginó un par de faenas, consiguió que sus hijos se formaran y al final los dos pudieron ir a la Universidad, algo que él ni siquiera había soñado.
Antes había luchado para conseguir el amor de su vida, el de su Pepita, mi madre. Ella fue el faro que iluminó su vida, hasta que el Alzheimer la apagó. Aquel día, él empezó a morir un poco. Sufría porque no podía comunicarse con ella, sufría porque no entendía qué estaba pensando, un sufrimiento que le consumía, que le hacía llorar y que nunca ha superado.
La última sonrisa se la robó Inés, su bisnieta. Fue su último movimiento antes de decidir que era el momento de dejar caer el rey sobre el tablero.
1 comentario en «Blancas juegan y pierden»
Preciós l’escrit i molt tendra la història