Y entonces un enorme proyectil exactamente del tamaño de un puño encerrado en un guante se hundió en mitad de la mente de Foreman, el mejor golpe de toda aquella sorprendente noche, el golpe que Alí se había guardado para su carrera. Los brazos de Foreman flotaron hacia un lado como los de un paracaidista al saltar de un avión y, a partir de aquella posición doblada, Foreman intentó dirigirse hacia el centro del ring. Sus ojos permanecían fijos en Alí, mirando a este sin odio, como si Ali fuera el hombre que mejor conociera del mundo y tuviera que verlo el día de su muerte. El vértigo se apoderó de George Foreman y le hizo girar. Con la cintura doblada en aquella incomprensible posición y sin dejar de mirar ni por un instante a Muhammad Ali, empezó a tambalearse y a tropezar como si quisiera evitar caer. Su mente era sostenida por unos imanes tan poderosos como su campeonato, a pesar de lo cual su cuerpo buscaba el suelo. Cayó como un mayordomo de un metro ochenta de estatura y sesenta años de edad que acabara de escuchar una trágica noticia: sí, cayó en dos prolongados segundos; el campeón cayó por etapas y Alí lo rodeó en círculo cerrado con el guante dispuesto a alcanzarlo una vez más, pero no hubo necesidad y el guante se convirtió en una íntima escolta de Foreman en su camino hacia el suelo.
Norman Mailer. El combate