Pachinko Koyasan (I)

Bosque de bambú en Arashiyama (foto @pacoavila)

Un viaje a Japón, quince días y unas cuantas impresiones. Esta es la primera entrega:

El contraste está presente desde el primer minuto y en cada esquina. Es Japón un país de excesos, de modernidad y de tradición, tierra de samuráis y de anime, de ryokans y de hoteles cápsula.
En quince días puedes llegar a recrear ese mundo en el que viven: el bullicio de Shinjuku y el calculado caos de Dotonbori, esa necesidad de consultar el móvil a todas horas y de sonreír y de inclinarse literalmente a cada minuto mientras una retahíla de irrepetibles secuencias de arigatogozaimasus salen de sus bocas.
Aparentemente todo funciona, los trenes siempre llegan puntuales, la mejor carne es la suya, los skylines de sus ciudades no tiene nada que envidiar a los de cualquier ciudad del mundo y aquí está su secreto: viven en su mundo y parecen no necesitar nada y a nadie más. Se refugian en su idioma, se esconden bajo esas mascarillas que puedes encontrar en cualquier ‘Family Smart‘ y andan deprisa como si el presente no existiera y no tuvieran otro objetivo que ir siempre de un sitio hacia otro. Deprisa, deprisa con aire despistado y en los últimos días con la única idea vital de capturar a todas horas el mayor número de ‘pokemons’, sin importar la edad del propietario del teléfono.
En cualquier caso, plantearte un viaje a Japón es admitir que cada día vivirás una gymkhana, tienes que estar preparado para descifrar el arcano de las diferentes líneas de metro y de los trenes de cercanías y sobre todo saber de la importancia del Japan Rail Pass desde el primer minuto, porque difícilmente puedes sobrevivir sin él y, claro, sin los shinkansen, aunque nunca antes hayas oído hablar de ellos.
Este es un viaje que empezó hace catorce años…

Imágenes del viaje en Instagram

 

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Los esfuerzos, cuando se suman, se multiplican