Llevó una carta de recomendación firmada por un hermano de La Salle. Tenía condiciones, dibujaba bien, se defendía con los números y con las letras y en aquella época, eso era todo un lujo.
Con el sobre aún engomado, reparó en que ni tenía dinero para el transporte, así que optó por ir caminando. Apocado como es, en esos 8 kilómetros tuvo tiempo de pensar lo que tenía que decir, repasar mentalmente el diálogo e, incluso, poner buena cara en el caso que le dieran un no con carácter inmediato. Estaba acostumbrado a ello, él era un huérfano de la guerra, había vivido mil penurias y no le venía de aquí.
Entregó el sobre, manoseado por el tiempo pasado y por los nervios gastados en el trayecto, a un portero en la entrada de la fábrica de La Sagrera y sin mirar hacia atrás, encaró el camino de vuelta.
Aquel trayecto, el de ida y también el de vuelta, lo tuvo que hacer durante unos cuantos años. Por una vez tuvo suerte, le enseñaron un oficio, demostró sus cualidades en el dibujo, pero sobre todo se formó como persona.
La primera vez que traspasó la puerta de la entrada tenía 15 años, cuando le dijeron que no tenía que volver habían pasado otros 40. En ese tiempo, trabajó y trabajó, echó horas en otro taller y luchó por su familia, hasta el punto de que en su casa era un huésped con un horario extraño: se iba al salir el sol y llegaba al caer la noche.
Cuando Barcelona estaba a punto de engalanarse para sus Juegos, él ya había hecho todo el trabajo y empezó a angustiarse por cómo emplear el tiempo a partir de entonces, algo que no había podido gestionar en sus primeros 55 años de vida.
Desde entonces descubrió que existía vida más allá de las planchas de aquellos camiones, de los martillazos insufribles que dañaron sus oídos para siempre, de los madrugones a los que su cuerpo se había acostumbrado. Descubrió lo que se había perdido hasta entonces, en especial de disfrutar de sus cuatro nietos.
Ahora se le ve feliz. Cuando le mostré la foto con el logo, se le iluminaron los ojos: «Es un ‘comet’. Ese camión debe tener más de 30 años». Él paso 40 años allí, viendo caballos alados cada día. Ahora, es feliz. Él es mi padre.
(El texto fue originalmente escrito en octubre de 2007 en las viejas margaritas).