Hemos visto sólo uno, pero la serie consta de nueve saltos: tres desde la superficie, otros tres desde un pequeño trampolín de un metro, dos desde una altura de tres metros y el final desde una plataforma de seis metros.
Esa es la rutina de saltos que hace 77 años emplea Giorgios Kagais, que ahora tiene 92. Aprendió a nadar a los siete años con un método que era habitual por aquel entonces: lo tiraron al mar para que aprendiera por sí mismo. Eran otros tiempos.
Solo si llueve decide quedarse al resguardo de su cama, si no en verano o en invierno, con frío o con calor, enfila la playa de Rodas, se baña y empieza con su rutina. Después recoge sus escasos bártulos, le da de comer a las palomas, ingiere un plato de pasta a la boloñesa en el restaurante de Thanasis para coger fuerzas y regresar a casa por una dura cuesta, y se dispone a ver “La ruleta de la fortuna” o cualquier serie policiaca.
Y así un día tras otro, en una demostración de constancia. Dice que siempre le ha ido bien siguiendo los consejos que le dio su madre: “No pienses demasiado en las cosas, porque la vida es falsa, nacemos para morir. Así que procura comer bien, no te preocupes por nada y si ves que alguien te molesta, aléjate de él”.
Kagais tendría que ser el espejo, el paradigma de nuestro día a día. De no dudar en levantarnos cuando la cabeza nos invita a descansar, de persistir en las rutinas, que nos van a dar fuerzas para superarnos, porque cada día, como cada salto, aunque parezca igual, es diferente, como el oleaje o la dirección del viento.
A Giorgios le enseñaron a relativizar y eso también tendríamos que llevarlo a la práctica, porque a veces pensamos que los problemas son insuperables, los pensamientos nos llevan a un bucle infinito y la ansiedad nos come.
Pero sobre todo a Kagais su madre le aconsejó alejarse de las personas tóxicas, aquellas con las que no tienes nada que compartir. Nuestro mérito debe ser detectarlas y cambiar de dirección cuando nos cruzamos con ellas.
Vuelvo a mirar la imagen de Giorgios subido en la plataforma de seis metros. Observo sus pasos cortos, pero decididos hasta situarse en el extremo de la plataforma. Intuyo que vuelve a mirar, como cada día, las montañas que le rodean antes de dejarse llevar.
Kagais no se lanza al mar, sino que las olas lo arropan, lo saludan y después lo despiden. La vida, amigos.